La eficiencia energética es sin duda una de las grandes asignaturas pendientes, si no la principal, en el mercado de la vivienda. Sobre todo, en el escaparate de la segunda mano. Ni vendedores (particulares) ni compradores suelen dar importancia a la calificación de un inmueble pese a que afecta, y mucho, a sus bolsillos. Para los primeros, una casa de bajo consumo se traduce en un mayor valor del activo, mientras para los segundos puede suponer un gran ahorro.
Por el momento, de poco parecen servir las medidas de los diferentes gobiernos para cumplir con una directiva comunitaria. Ni el Código Técnico de Edificación (CTE) para nuevas construcciones, en vigor desde 2007, ni la etiqueta energética necesaria para comercializar viviendas, obligatoria desde 2013, están calando en la calle. El Objetivo Europeo 20-20-20 para 2020 (reducir un 20% el consumo de energía de los edificios, minimizar un 20% sus emisiones de CO2 y potenciar las renovables hasta aportar un 20% de la energía) se antoja difícil de cumplir.
Tanto el CTE como el certificado estaban llamados a marcar las diferencias entre las casas eficientes e ineficientes y, lo más importante, a concienciar al ciudadano de que aunque en apariencia se trate de un producto parecido, energéticamente no tienen nada que ver. Sin embargo, la etiqueta energética aún juega un papel secundario en el mercado inmobiliario. Todo lo contrario de lo que ocurre con los electrodomésticos, aunque quizá el mejor ejemplo sea el sector del automóvil. Al adquirir un coche siempre se pregunta por su consumo, mientras que al comprar un piso muy pocos lo hacen.
El hecho de ignorar la capacidad energética de las casas choca más aún en un país como España, donde gran parte del parque residencial es muy deficiente por su elevada edad. De 26 millones de casas españolas, 15 tienen una antigüedad superior a 30 años y otros seis millones se edificaron hace más de medio siglo.
Esta cruda realidad energética ha salido a la luz con la tramitación de los certificados de casas para su venta o alquiler. Según un estudio realizado. Hasta el 43% de las etiquetas cursadas (más de 40.000) ha dado como resultado la letra G, la menor calificación, mientras que otro 14% ha obtenido la F y el 36,9% la E. Apenas un 5% de las casas logra etiquetas A, B, C o D.
España estableció la etiqueta energética en 2013 siendo el vigésimo-sexto país de los 27 de la Unión Europea y 11 años después de que lo hiciera Alemania. La puesta en marcha del certificado no ha sido la mas adecuada, así el ciudadano ha percibido la etiqueta como un nuevo impuesto, por lo que, lamentablemente, no se ha concienciado sobre las ventajas económicas y medioambientales del ahorro energético.